september song

Hay una escena en Días de Radio de Woody Allen en la que los niños se van a la playa a hablar de sus cosas, tirar piedras al agua y observar el océano. De fondo suena esta canción llamada September Song. Y aquí dejo una versión…

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la cola de los caramelos

Mi clase se redujo a la mitad. La señorita me sentó en otro pupitre, junto a un chico que se llamaba Orion. Nos caímos bien desde el primer momento, y empezamos a hacer juntos el camino de vuelta a casa. Un día me dijo que en la calle Zawalna iban a vender caramelos y que, si quería, podríamos ponernos en la cola. El haberme dicho lo de los caramelos era un gesto muy hermoso, pues hacía ya tiempo que ni soñábamos con golosinas. Mamá me dio permiso, y Orion y yo fuimos a la Zawalna. Había oscurecido y nevaba. Ante la tienda ya se había formado una nutrida cola de niños que se extendía a lo largo de varias casas. La tienda tenía echados los cierres de madera. Los niños que se encontraban al principio de la cola nos dijeron que no abriría hasta el día siguiente y que deberíamos de esperar toda la noche. Desanimados, regresamos a nuestro sitio, es decir, al final de la cola. Sin embargo, no paraban de llegar más y más niños; la cola se alargaba hasta el infinito.

El frío, crudo, gélido, penetrante, se volvió mucho más intenso que el que había hecho durante el día. A medida que pasaban los minutos, y luego las horas, se nos hacía cada vez más difícil aguantar a la intemperie. Desde hacía algún tiempo, en los pies y en las manos tenía unos sabañones inyectados de agua que me dolían mucho. Al caer la noche, el frío helador aumentaba aquel dolor, que se estaba volviendo insoportable. Gemía a cada movimiento.

Mientras, la cola se rompía cada dos por tres en diferentes puntos, desparramándose por la calle helada y cubierta de nieve. Para calentarse, los niños jugaban a las cuatro esquinas. Forcejeaban, retozaban y se revolcaban por el blanco pulmón. Después regresaban a la cola y otro grupo se lanzaba a la carrera entre gritos. En la mitad de la noche alguien hizo fuego. Estalló una preciosa llamarada. Uno tras otro, corríamos hasta aquel fuego para calentarnos las manos, aunque sólo fuera por unos instantes. En las caras de los niños que había logrado llegar hasta el fuego se reflejaba su brillo dorado. A la luz de aquel brillo sus rostros se fundían, se llenaban de calor. Luego, calientes, regresaban a sus sitios y nos entregaban a nosotros, los que seguíamos en la cola, unos rayos de su ardor.

Al alba, la cola estaba rendida de sueño. De nada habían servido las advertencias de que dormir a la intemperie helada significaba la muerte. Ya nadie tenía fuerzas para buscar ramas que echar al fuego ni para jugar al corro o a las cuatro esquinas. El frío, cruel, atroz, monstruoso, nos calaba hasta los huesos. No sentíamos ni piernas ni brazos. Para salvarnos, para sobrevivir a la noche, nos aferrábamos unos a otros con todas nuestras fuerzas. La cola se había convertido en una cadena frenéticamente soldada de la que se evaporaban los restos de calor. La nieve caía copiosa, cubriéndonos cada vez más con su suave y blanco manto.

Aún no había amanecido cuando llegaron dos mujeres envueltas en gruesos mantos y se pusieron a abrir la tienda. Un soplo de vida recorrió la cola. Soñábamos con montañas de caramelos, con maravillosos palacios de chocolate. Soñábamos con princesas de mazapán y con pajes de pasta de miel. En nuestra imaginación todo ardía, centelleaba e irradiaba luz. La puerta de la tienda se abrió por fin y la cola se puso en movimiento. Nos lanzamos todos hacia adelante apretujándonos unos contra otros para calentarnos y para poder comprar algo. Pero en la tienda no había ni caramelos ni palacios de chocolate. Las mujeres vendían latas de caramelos vacías. Una por cabeza. Eran unas latas grandes y redondas que tenían pintados en las paredes unos bravucones gallos de colores y la inscripción en polaco: E. Wedel.

Al principio nos sentimos defraudados y llenos de angustia. Orion se echó a llorar. Pero cuando nos pusimos a examinar de cerca nuestro botín, una gran alegría empezó a apoderarse de nosotros, pues vimos que en las paredes de las latas se habían conservado dulces restos, unas minúsculas migajas de colorines, una escarcha espesa que olía a fruta. Al fin y al cabo, nuestras madres podrían hervir agua en aquellas latas y así obsequiarnos luego con ¡una bebida dulce y aromática! Más animados ahora, contentos incluso, en lugar de ir directamente a casa, nos dirigimos al parque, donde en verano se había instalado un circo. Si bien el circo se había marchado tiempo atrás, como había tenido que recoger los bártulos deprisa y corriendo, habían dejado un tiovivo. Habían robado el motor del artefacto y casi todas las sillas. Pero quedaba una, y si se reunían varios chicos que tuviesen un palo, podrían hacerlo girar como una peonza.

El parque está desierto y sumido en el silencio. Vamos corriendo hacia el tiovivo y empezamos a moverlo. Ya se ha puesto en marcha, ya chirría. He saltada a la silla y me he abrochado la cadena Orion da las órdenes; con voz de mando exhorta a los chicos, que como galeotes empujan el palo con cuantas fuerzas pueden reunir, a que se afanen: rápido, más rápido, más, más, más. Febril, Orion grita a voz en cuello, los chicos también han enloquecido, el tiovivo gira que te girarás, ráfagas de viento helado y cortante me azotan la cara, un viento vertiginoso, cada vez más fuerte, en cuyas alas me elevo como un piloto, como un pájaro, como una nube.

Imperio – Ryszard Kapuściński

pintada

te echo de menos, cabrón

Hay pintadas más sabias que libros enteros. Me acabo de encontrar con esta frase al lado de la plaza de Azcárraga y creo que no se puede decir más en cinco palabras…

as praias desertas

Hace poquito estuve en un concierto de Toquinho e hizo una gran versión de Manha de Carnaval. En el enlace de abajo os dejo una de Elizeth Cardoso hermosísima: sólo guitarra y voz.

Manha de Carnaval

Y para finalizar, un regalo que nos hacen Morelembaum 2 Sakamoto…

Y no lo puedo evitar…¡otro más!

cena de domingo

Esta noche no tengo ganas de cocinar. Teniendo en cuenta que cocino bastante mal, cualquier cosa que me tome fuera de casa estará mucho mejor que el experimento que pueda salir de los restos que quedan en la nevera. Así que bajo las escaleras y me dirijo a un sitio que conozco desde hace poco. Por el camino cruzo un jardín en el que todavía quedan unos viejecillos sentados en grupo y en silencio.

No tardo ni cinco minutos en llegar a mi destino y entro en un local que está medio vacío: una pareja comiendo y un hombre solitario con un té verde en la mano. Me siento junto a la barra con la idea de pedir comida para llevar, pero en cuanto el camarero me hace la pregunta, respondo que es para tomar aquí.

Así que me pone una cerveza y comienza el periodo de espera mientras se hace la comida. Primero echo un vistazo al local y a los camareros. Se respira un ambiente tranquilo, relajado. Mientras uno cocina otro pasa las hojas de una revista sentado en un taburete. Después me pongo a juguetear con una carta haciendo que la leo. Poco a poco me voy dando cuenta que suena una música agradable, una especie de mezcla oriental. El equipo de sonido es igual al que tenia mi abuelo en su casa. Recuerdo todas las tardes de domingo que pasaba allí con la familia, muchas veces con los cascos puestos y repasando sus discos. Como aquel CD de Supertramp que compró en el Corte Inglés para demostrar que era un abuelo moderno. Cuando se cansó de él le puso un mecanismo por detrás y lo convirtió en un reloj. Me saca de la ensoñación el camarero con mi comida: un lahmacun turco. Porque estoy hablando de un kebab turco. Así que me pongo a comer.

No sé qué pasa pero parece que el aire vibra y percibo todo lo que sucede a mi alrededor como multiplicado por mil lentes. Ahora hay una muchacha que ha pedido su comida para llevar y al fondo el cocinero habla con un extranjero de las mejores partes de Marruecos. El sur es lo mejor, sí pasé allí un mes. Y Granada, ¿qué te parece Granada?. La chica parece incómoda con la espera pero poco a poco se relaja y también comienza a notar el ambiente mágico del local. Está tomando un corto cuando le traen una bolsa con su comida: duda. Me da la impresión que a ella también le habría gustado quedarse un poco más. Comienza a sonar «Killing me softly» y escucho a la pareja de mi izquierda cantar en voz baja. De repente el dueño del local, un hombre enorme muy educado, me pregunta si me gusta el plato. Le respondo que me encanta. Y sigo comiendo.

Vamos, un imprevisto: se ha atascado el desagüe del tirador de cerveza. El dueño le explica a un camarero joven cómo arreglarlo. Se lo explica amablemente y sin prisas, casi diría que paternalmente. Atiendo yo también. En un rato lo han arreglado.

Me doy cuenta que he terminado mi comida así que pido un té verde para finalizar. Lo saboreo lentamente y suena el teléfono. Es un pedido. Claro que sí, en un rato lo tienes ahí. Chao chico. Acabo el té y pido la cuenta. Pago, me despido con una sonrisa que me devuelven y salgo a la calle.

Vuelvo dando un paseo hacia casa. Está anocheciendo y los viejecillos ya se han ido del parque. Camino entre los árboles y pienso que en este justo instante no necesito nada más de la vida. Lo tengo todo: soy inmensamente rico.

Ya mañana será otro día…

esperando o recordando

Me dijo que en su opinión la gente vive años y años, pero que en realidad es sólo en una pequeña parte de esos años cuando vive de verdad, y esto es en los años en que consigue hacer aquello para lo que nació. Entonces, en ese momento, es feliz, el resto del tiempo es tiempo que se pasa esperando o recordando. Cuando esperas o recuerdas, me dijo, no estás ni triste ni feliz. Pareces triste, pero se trata únicamente de que estás esperando o recordando. No está triste la gente que espera, ni tampoco la que recuerda. Simplemente está lejos.

Esta historia – Alessandro Baricco

sabines

Cuando te regalan arte a veces te hacen más feliz, a veces más sabio, otras te hacen entristecer. Pero nunca te puedes quedar indiferente…

El mar se mide por olas, el cielo por alas,
nosotros por lágrimas.
El aire descansa en las hojas,
el agua en los ojos,
nosotros en nada.
Parece que sales y soles,
nosotros y nada…

Horal – Jaime Sabines