¡Qué bien se está aquí! La cabeza entre las rodillas de mi madre. En la blandura de los muslos a través de la tela suave del delantal de hilo, mirando las llamas que hacen figuritas en el aire. Mi madre pela patatas al lado de la lumbre y habla con la abuela. Le va contando su vida en casa de los tíos, sus apuros y sus trabajos, los celos de mi tía con ella por mí. Y yo le miro la cara de abajo a arriba sin que ella me vea. La cara alumbrada del rojo de las llamas. La cara cansada de trabajo y de pena. Entierro la cabeza en en el delantal como los gatos. Quisiera ser gato. Saltaría encima de las faldas y me haría una bola. Estoy cansado de todos: cansado de mi tía, cansado del colegio, cansado de las gentes estúpidas que no ven en mí más que el niño; y yo sé que soy más que ellos, y veo las cosas, y me las trago, y me las aguanto. Subir encima de las faldas, hacerse una bola, dormitar, oyendo hablar a mi madre sin escucharla, sintiendo su valor y el calorcillo de las llamas y el olor de la retama. Quedarme allí, quieto, ¡muy quieto!
…
Me enrosco más sobre mí mismo, buscando más contacto aún. Mi madre me acaricia los pelos revueltos, el remolino de «malo» de la coronilla; sus dedos distraídos me acarician la cabeza pero yo los siento dentro. Cuando para la mano, la cojo y la miro. Tan pequeñita, tan fina, desgastada por el agua del río, con sus deditos afilados y sus yemas picadas de la lejía y sus venas azules torcidas remosas y vivas. Vivas de calor y de sangre, vivas de movimiento, rápidas, dispuestas a correr y saltar, a frotar enérgicas , a acariciar suaves. Me gusta pegarlas a mis carrillos y frotarme contra ellas, me gusta besar la punta de sus dedos y mordisquearlas, aquí, que no tengo que esconderme detrás de una puerda para dar un beso a mi madre mientras mi tía me grita
-Niño, ¿dónde estás?
La forja de un rebelde – Arturo Barea